Quinto Elemento
No. 10
por Luis de Llano Macedo
La 5G
y el ojo que todo lo ve.
24 DE AGOSTO DE 2020
Esta semana en un panorama en donde las secuelas de la pandemia no cesan, los videos de escándalos políticos capturan la mirada e impactan en nuestra conciencia ciudadana, los medios anuncian y confirman la llegada de la tecnología 5G a nuestro país, lo cual significa el despliegue de tecnologías de tinte futurista como el Internet de las Cosas, los autos autónomos, las smart cities y una posible conectividad ¡mil veces más rápida!
Las prospectivas del arribo de la 5G y la aplicación de la inteligencia artificial a nuestra cotidianidad no dejan de ser una excelente noticia, pero como todo aquello que tiene que ver con la evolución tecnológica señala también una irrupción que tiene varias perspectivas, tanto positivas como negativas, pero es un hecho que este nuevo “salto cuántico” abre en nuestra mente una ventana donde podemos asomarnos a un futuro imparable ya profetizado.
La noticia de la 5G en México, la filtración de imágenes en video en donde el “gran hermano”, el ojo panóptico que todo lo ve, capta in fraganti a personajes en una muy dudosa ”gestión proselitista”; pero también un video que se hizo viral a través de las redes en donde un profesor de la tercera edad a punto de las lágrimas intenta iniciar su clase a través de zoom y no puede acceder a la multicam y sus propios alumnos lo tranquilizan, además de enseñarle cómo hacerlo, provocan en mí reacciones que se contraponen, pero también se complementan.
Todo esto me hace recordar escenas de tinte orwelliano que de manera personal me impulsaron hace ya dos años a escribir mi propia versión del futuro imaginario, y en esta nueva entrega de la columna Quinto Elemento les quiero compartir el primer capítulo de mi libro “El OrbiX”, en donde mi alter ego despierta muy temprano en una mañana distópica, que, aunque lo he mencionado en artículos anteriores, nos está rebasando ya a velocidades impensables por la supercarretera de la información:
Una mañana de año nuevo en la gran Tech-noxtitlán.
Lunes, enero 1 de 2035.
Son las seis de la mañana en la Gran Tech-noxtitlán y el insistente sonido del despertador termina por desvanecer en mi mente ese paraíso etéreo donde comparten habitación la loca de la azotea y mi disciplinado yo: Ese odioso que siempre me obliga a cortar el cordón de plata que une lo astral y lo terrenal.
El despertador me reclama sin piedad (¡cómo alucino ese “chirp-chirp” de pajaritos digitales!) y no tengo otra opción que levantarme.
Somnoliento, tomo el control de la televisión, en un acto reflejo presiono la tecla de encendido aun sabiendo que es inútil, pues no pasará absolutamente nada.
Y es que aún no me acostumbro a la interfase tecnobiótica que me permite darle órdenes psíquicas o verbales a cualquier dispositivo con aplicación neuronal, como mi televisor personal… lo que me resulta más extraño no es que ejecute mis órdenes, sino que la tele me responda y ¡peor aún! que me dé su propia, lógica y sintética opinión.
Tampoco me he resignado a que los edificios, el mobiliario, la ropa, los aparatos procesadores de alimento y hasta el mismísimo sanitario (ese último reducto de la intimidad que persiste en esta era, pero que con ojo clínico analiza automáticamente todos mis residuos y los envía a la big data ) sean objetos inteligentes de última generación de la tecnología doméstica y tengan en común haber sido diseñados con un sistema de valoración lógica y optimización de resultados, algo que a mí me resultaba de entrada una sofisticación ilógica y bastante cara.
Lo cierto es que un tiempo después de su intrusión en mi propio hogar, y ya pensándolo bien, es bastante cómodo -aunque más caro-, dejar de preocuparme por contratar a alguien que se ocupe de barrer, cocinar, lavar trastes y hacer las compras, un tema a negociar en los típicos conflictos cotidianos y familiares.
Por mi parte, ya no tuve que representar el personaje de padre y esposo cuando había que invocar a la autoridad paterna, pero lo más curioso del caso, es que además de dar el ejemplo y ser justo y estricto, no me quedaba otro remedio que acatar sin remedio las decisiones a las que mi esposa tiene derecho, pues claro, ella es la ama y señora de casa de este “home, sweet techno home”.
¡No cabe duda de que el orden y la pereza son lujos tecnológicos que se pagan muy caros!
Por otro lado, no puedo dejar de pensar que la inteligencia artificial y la robotización de lo cotidiano tiene un trasfondo bastante sospechoso, que hasta el reloj despertador modelo “vintage” (que por cierto no se calla hasta que me llega el punto exacto donde su necedad supera a la mía), o la tele (que, como todas las mañanas, me dice en tono amable y neutral: “Buen día Luis ¿cómo amaneciste hoy te recuerdo que hoy los humanos código azul como tú no circulan” y yo respondo pensando en automático y a manera de catarsis “ ¡Qué te importa, tragacables... ja, ja, ja!”), no son simples e inocentes utensilios diseñados y programados para cumplir órdenes específicas.
Sospecho que en algún oscuro chip de su inconsciencia electrónica han aprendido a adelantarse a mis propias acciones, es más, conocen mis pensamientos habituales, de alguna forma reconocen mis estados de ánimo, identifican mis secretas manías, y aquellos afectos y defectos que no he podido superar.
El despertador hace el segundo intento para despabilarme de ese último y tan reconfortante sueño, y por fin, yo estiro los brazos y suelto un sabroso bostezo. Acto seguido, le ordeno a la tele que se encienda, y ella, servicial, no solo me obedece con un lacónico “bip”, sino que, en el reflejo de su pantalla gaseosa, veo activarse un punto de luz azul que se dirige hacia mi rostro, es el scanner retinal que se inicia por sistema, emitiendo un puente imperceptible que analiza y diagnostica mi mapa neuronal, en efecto, la teve me ve y no puedo evitar el sentirme observado. ¿Qué diablos estará pensando de mi este aparato “inteligente”? Si llego a descubrir el más leve indicio de lástima o de sorna ¡juro que le parto en dos toda la tarjeta madre!
Pero la paranoia y mi reacción animal tan solo me duran un microsegundo, antes de que piense, razone o actúe, el televisor se programa en modo “optimista-babyboomer-multitask-región 20-retro rock”.
La tele no me dice ya ni “bip”, y yo no tengo nada más que argumentar, la selección de lo que quiero ver y oír esta mañana fría de año nuevo es perfecta, la información secuestra mi atención y yo entro en automático a ese dulce letargo que provoca el estar conectado a la colectividad impersonal.
Mi yo tribal toma el control, ahora sé que soy uno más de los demás, conectado a todos los otros que somos nosotros, esa última generación de la prehistoria analógica.
Sin embargo, no puedo dejar de pensar que ya para 2025, la televisión y los medios de comunicación electrónicos eran prácticamente reliquias de un pasado intrascendente y las escasas cadenas televisoras que sobrevivieron al tsunami causado por la invasión web se tuvieron que resignar a su fatídico destino, y es que por más que lo intentaron, jamás pudieron competir contra las plataformas virtuales de comunicación social, el streaming y la proliferación de contenidos “on demand” diseñados para un público sin memoria televisiva ni fidelidad de marca. Las nuevas generaciones rechazaron por sistema todo aquello que tuviera el menor indicio televisivo.
Entonces, los canales de t.v. se convirtieron en mínimos espacios retro consumidos por un público de 50+ y algunos “neo hípsters” curiosos.
Aun así, la televisión y el televisor sobrevivieron, rencorosos, famélicos y fantasmales. La red de redes cubrió el planeta y transformó al homo videns en internauta, pocos llegamos a la tercera década de los dos miles sin estar afectados seriamente por la enfermedad más virulenta de la red, la nomofobia, una adicción a los gadgets cada vez más poderosos y sofisticados, la conectividad global y el miedo a estar desconectado de la big data omnipresente, omnipotente y ubicua, ocasionó un trastorno mental y fisiológico bautizado como “pandemia digital”.
El virus de la dependencia obsesiva a la red se incubó primero en la mente de las tribus milenials, y rápidamente se extendió por las carreteras virtuales de la comunicación en todo el planeta.
Fue entonces que surgió el caos.
En el 2030, los gigantescos consorcios líderes en comunicación virtual y las empresas multinacionales involucradas en el desarrollo y expansión de tecnologías robóticas, que estaban logrando ya sustituir la interacción humana, se habían convertido en gigantescos monstruos corporativos multinacionales, cuya influencia y poder era tan grande que sus intereses financieros y estrategias globales determinaban ya el rumbo de la economía y la política en todo el planeta.
Fue por ello que, cuando se detectó que la “pandemia digital” se había convertido en un serio problema de salud física y mental para la población a nivel planetario y una peligrosa megatendencia sociocultural generalizada, las ONGS globalifóbicas, los grupos activistas de la conciencia universal y las organizaciones más extremas del fundamentalismo humanista, se unieron en una cruzada planetaria con el fin de ejercer presión en los foros mundiales, para que de alguna manera se restringiera el acceso masivo e indiscriminado a las redes globales.
En un principio fueron tomados como uno más de los movimientos neohippies de moda, una irrupción local e intrascendente.
Sin embargo, los asesores sociopolíticos de los países líderes del planeta, los analistas macroeconómicos, y las grandes empresas afectadas por el poder de la red vieron con buenos ojos la oportunidad de regular y lograr un cierto control sobre la creciente influencia de la industria cibernética en prácticamente todas las actividades humanas.
La estrategia fue dotar de credibilidad, recursos y apoyos a las organizaciones NOWEB, fomentar la desintoxicación digital masiva desde el nivel preescolar, abrir áreas y espacios públicos libres de conectividad, crear institutos y programas de investigación y estudio del síndrome de adicción a la web, así como arrancar un proyecto de legislación mundial que evitara la propagación de la pandemia digital.
El conflicto de intereses era inevitable, la tan temida amenaza de una tercera guerra mundial se cumplió, pero en esta ocasión los ataques no fueron atómicos sino cibernéticos.
Los ejércitos de hackers corporativos iniciaron el primer ataque con una estrategia de guerrilla wikileak, los renglones más oscuros de la vida, secretos y trayectoria de los líderes de las naciones más poderosas fueron puestas al descubierto y sus archivos personales, sus negociaciones y alianzas estratégicas revelaron más vicios, pecados y maldad que la mítica “caja de Pandora”.
El segundo golpe fue la parálisis operativa satelital de las sedes financieras mundiales y la abolición del patrón oro y petrodólar, por el índice sintético bitcoin, de un solo golpe de teclado el dólar, el euro y el yen se convirtieron en simples objetos de papel y metal tan arcaicos como el sistema de trueque de la antigua Sumeria.
Con ello, los emporios de la red tomaron el control global de la riqueza acumulada por las naciones del hemisferio norte y la deuda esclavista del resto del planeta.
El balance político, social y la economía planetaria sustentados por el imperialismo y la capacidad bélica sufrieron un tercer golpe letal cuando miles de millones de usuarios se sumaron a la revolución cibernética.
El ultimátum vino con la convocatoria de construir un nuevo orden mundial basado en la democracia digital, la libertad de expresión y la igualdad que caracteriza a la red de redes surgió de manera espontánea.
En un desesperado intento por detener los ataques cibernéticos y los poderosos gobiernos del “Grupo de los 10” decretaron que el día de hoy, 1 de enero del 2035 sucederá el “apagón digital masivo” en todo el planeta, la destrucción total de toda la red satelital está decretada, hoy puede ser el último momento de ese tan anhelado futuro tecnológicamente perfecto.
Para la historia este tiempo será recordado como un ejemplo más de nuestra imperfecta condición humana, que busca por instinto la utópica perfección que simplemente jamás podremos alcanzar y nunca hemos aprendido que nuestro destino es morir o matar en el fallido intento.
Sin duda el don de la inteligencia fue efectivo para erigirnos como especie dominante, pero finalmente nunca dejamos de ser animales.
Muy tarde descubrimos que la innata curiosidad que nos hizo bajar de las ramas de los árboles y crear la “inteligencia artificial”, viajar al espacio interior y exterior, desafiar el orden natural y replicar el caos primigenio (en una obsesión febril por sintetizar miles de millones de años de evolución) fue un acto de soberbia animal que casi acaba con la tercera roca del sistema planetario.
Mientras tanto, yo dejo de pensar en el mañana y me sumerjo en las imágenes que la tele “inteligente” me ofrece como si adivinara mi angustia.
En una ventana del monitor, el recién recuperado Chavo del ocho, remata el sketch con esa frase infaliblemente cómica, mientras en la segunda ventana Cutberto Gaudázar (Pedro Infante inocentemente bebido) festeja el año nuevo con Mané (Silvia Pinal) y, al mismo tiempo, en otra ventana, un José José casi niño interpreta “El Triste”; entre el público, Angélica María, le aplaude extasiada, finalmente, en la ventana de al lado Adela Noriega y Thalía se mecen en un columpio de flores mientras las voces infantiles y ochenteras de los Timbirichos nos recuerdan que la niñez es un sueño del que, incluso, en las telenovelas más rosas, el inevitable paso del tiempo acaba por despertarnos en un mundo real, y yo duermo sin cerrar los ojos, pues hoy es año nuevo, y el futuro no es mañana, sino que inexorablemente ya es hoy.
Gracias por compartir conmigo este alucine futurista, nos leemos la próxima semana, y ya lo saben ¡cuídense de la cámara in fraganti y de la 5G!, pues el gran hermano y el ojo omnipresente que todo lo ve no descansa y exhibe a quien transa.
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