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El virus del rock. Quinto Elemento No. 5 por Luis de Llano

 

Quinto Elemento

No. 5

 

por Luis de Llano Macedo

 


 

El virus del rock. 

 

 

20 DE JULIO DE 2020

 

El pasado 13 de julio los titulares de la prensa y las plataformas virtuales de noticias recordaron que en un día como aquel, pero de 1985, se llevó a cabo el icónico Festival Live AId, evento que para muchos resultó un momento cumbre del rock pues reunió n dos distintos escenarios, uno en el estadio JFK de Filadelfia en los E.U. y el otro en el estadio de Wembley en Londres, a cientos de miles de fans musicales en vivo y en concierto, así como a millones de personas más en todo el planeta que pudimos disfrutar de la presentación de la bandas más importantes de aquellos días y de todos los tiempos tocando por una causa filantrópica: Recaudar 100 millones de dólares un fondo destinado para mitigar la hambruna que se padecía en Etiopía y Somalia.

 

Aquel día de hace 35 años el rock cruzó el Atlántico, las brechas generacionales y se convirtió, una vez más en bandera. Como resultado de aquel mega concierto, al año siguiente se instituyó el “Día Mundial del Rock”, y a partir de entonces cada 13 de julio se festeja este ritmo que cambió la faz del planeta.

 

Durante toda esta semana no han sido pocos los artículos que la prensa y los especialistas en el tema han escrito y publicado al respecto; y me ha llamado la atención que en muchos de los titulares el tema recurrente es la frase: “EL ROCK HA MUERTO”, ya sea como afirmación o como pregunta; y esto ha generado una polémica entre los que afirman que el rock “es un cadáver insepulto” y los que creen que el rock está más vivo que nunca,  es eterno y llegó para quedarse.

 

Lo cierto es que este no es un tema nada nuevo y cada determinado tiempo surge los detractores y apologistas de la cuestión: ¿El rock ha muerto? La frase y los argumentos que tanto los que ven al rock como un fantasma ambulante, como los aquellos que abogan por su eternidad musical, me han ocupado la mente durante toda esta semana, y ahora me provocan expresar mi propia y personal opinión, no desde el  pódium soberbio del especialista, sino como testigo, cómplice, fan, víctima y protagonista  de varias generaciones del Rock.

 

En estos tiempos pandémicos es un hecho que los artistas, y en general todos nosotros, la humanidad, la estamos pasando muy mal. Sin embargo, este distanciamiento social ha impactado muy particularmente en el gremio de quienes encuentran su forma de ganarse la vida convocando a una audiencia masiva desde los escenarios rockeros.

 

Y no  solo se trata de los cantantes, interpretes y las bandas que dan la cara y comparten su creatividad y talento frente al micrófono, sino también a toda una  legión de profesionales de la música que están detrás del escenario, desde el roadie, hasta el ingeniero de sonido; pasando por el manager, los promotores, los ingenieros de los  estudios de grabación, los locutores de las estaciones de radio, televisión y sitios web, las compañías discográficas, la prensa especializada y muchos etcéteras más que tienen en la industria del entretenimiento y particularmente en la cultura del rock, su “modus vivendi”.

 

Aún antes de la era del COVID-19, la percepción generalizada es que no eran tiempos de bonanza para el género rockero; y para muestra de ello, en la última entrega de los Premios Grammy, el embate del Hip Hop, el siempre mutante y acomodaticio Pop y el EDM, para muchos especialistas, dejó al género del rock en la antesala del olvido.

 

De hecho, en la ceremonia televisada, las estrellas rockeras brillaron por su ausencia; como si de alguna manera se anticiparan a la idea de que la presencia del rock en la escena musical sería minimizada por el carácter comercial de los premios -no a lo mejor y más destacado, sino a lo más comercial de la industria discográfica-.

 

Una vez más quedo demostrado que al fan del Pop o del Hip Hop puede tener en su playlist personal algún tema clásico del rock, pero nunca viceversa; y quizá este hecho sea precisamente el meollo del asunto, pues el rock por definición siempre ha sido una corriente revolucionaria y rebelde que al convertirse en un fenómeno comercial, pierde su esencia fundacional, se difumina en los estrellatos y pierde interés para el rockero auténtico y de ideología  contracultural.

 

Sin embargo, la resiliencia es también una de las características que definen al rock a través de  varias eras y décadas  que han tomado a este género como estandarte; y esto  lo puedo afirmar como parte de mi experiencia de vida,  pues tuve la fortuna de haber nacido y crecido con la primera generación que rompió el silencio y se enfrentó a las rígidas normas parentales, por medio del vínculo que unió globalmente a la juventud que cantaba y bailaba el rock Around the clock”.

 

El Rock and Roll fue mi primer gran amor y era precisamente al amor a lo que le cantaba este género trascendental que dividió en dos periodos al siglo XX. En los años sesenta, y como un ciclo que se repite cada diez años, llegarían los Beatles, la invasión británica, y así el rock and roll perdería su apellido; y así el súbito éxito del Pop y las Baladas anunciarían “la primera muerte” del género y el fin de una generación que cantaron al unísono “I wanna hold your hand”.

 

Y ya en los setenta, el rock renace de sus cenizas y se diversifica en tantos subgéneros y corrientes que su impacto genera un tsunami cultural imparable. Sucede Woodstock, en México ocurre Avándaro y el rock, que ahora le canta a la vida, se convierte en la camiseta de  los jóvenes que luchan por el cambio visten sin distinción de idioma o nacionalidad; aquellos que  comenzaron la  pecaminosa década  setentera entonando “Stairway to heaven” y terminaron cantando Highway to hell”.

 

En los albores de los ochenta, el punk le recuerda a una nueva generación juvenil que el rock siempre regresa a lo básico para evolucionar: aunque si bien el rock no pierde su esencia  social contestataria, la moda y las modalidades de la tecnología son también causa y efecto en la mentalidad del rockero: Fue  entonces  que llega MTV, la superestrella del rock se transforma en monstruo de la pantalla y su música e imagen se ve replicada como una constante ya no solo musical, sino comercial que invade la mirada y los oídos del planeta pop juvenil que grita: “!We are the world!”.

 

Ya para los años 90, el crash tecnológico comienza a dividir nuevamente a las generaciones, el rock regresa a sus raíces de garage y surge el Grunge, y el mensaje musical viene cargado de la desesperanza y pesimismo de un siglo en la resaca de un planeta en plena debacle económica y social;  es entonces que los jóvenes declaran musicalmente: “I´m a Creep, I´m a weirdo… what the hell I´m doing here?”

 

Sin embargo, para España, América Latina y particular y fortuitamente en México, el rock impacta a la juventud como un fenómeno  hispanoparlante que provoca la primera oleada latina en todo mundo. La generación de aquellos días toma conciencia de su sitio en el ciclo de los tiempos y declara cantando: “Estoy parado sobre la muralla que divide todo lo que fue de lo que será…”

 

Al inicio del tercer milenio las “torres gemelas” de la industria musical caen bajo el impacto de la tecnología digital. El rock  regresa una vez más a sus orígenes alternativos, íntimos y caseros; y así las estrellas de la red se convierten en toda una generación que busca en el Indie, en el Post Punk, el Post Grunge, el Britpop, el “Robot” Rock, el Triphop y muchos “revivals” más, el camino hacia una evolución que no revoluciona, sino que se asoma al retrovisor de las eras rockeras, mientras la juventud del tercer milenio canta: “Questions of science, science and progress… Oh, take me back to the start”.

 

Y en ese paradójico ir y venir, entre el morir y renacer de las cenizas, el rock se reinventa a sí mismo, como la mítica Ave Fénix, llegamos al 2020, la era pandémica, y a esta celebración de 35 años del “Día Mundial del Rock” que tiene matices agridulces; pues mientras algunos especialistas algo “apolillados” se niegan a decretar el fin del rock víctima del fenómeno urbano millenial; otros más, asomándose desde el balcón de la irreverencia, argumentan que los ídolos del rock son dinosaurios en extinción cuyo lugar está no en el recuerdo, sino en el olvido, pues “a Paul McCartney, Mick Jagger o incluso Bono les vendría mejor en este tiempo de distanciamiento social, dedicarse a educar a sus nietos y biznietos vía zoom, y no andar dando gritos y saltos en los escenarios de conciertos que posiblemente tardarán muchos meses y quizás años en volverse a abrir”. (Qué groseros y atrevidos ¿no?… ¡ja¡)

 

Durante toda la semana las razones y sinrazones de estos argumentos revolotearon en mi mente, no como mariposas, sino como murciélagos o zopilotes, pero la pregunta seguía allí como piedra rodante: Entonces… ¿el rock ha muerto, si o no…?

 

La respuesta me llegó, inesperadamente a través de dos hechos mínimos, fortuitos y quizás imperceptibles que al conectarse  resultaron para mí una revelación y un presagio de la respuesta que tanto estaba buscando, y les cuento la anécdota: La mañana del viernes llegué a la puerta del edificio donde están mis oficinas, y en la entrada coincidiendo conmigo me encuentro rodeado por  un grupo de cuatro o cinco chicos  que bajaban de la cajuela de su  camionetita los tambores y platillos de una batería, un bajo, una guitarra, un viejo amplificador y varios micrófonos; con algo de curiosidad  pero con amabilidad -y más tratándose de jóvenes y músicos, les ayude en su tarea de meter los instrumentos, sosteniéndoles la puerta de entrada, y así pude observar que por su aspecto y prendidez no venían a almacenar su equipo,  sino que se habían reunido para ensayar.

 

“!¡Ups!”, pensé, “hoy tendremos todo el día “serenata”… ojalá y por lo menos toquen bien, y no le suban mucho a los amplis y terminen pronto…” Así, ellos terminaron de descargar su equipo y yo subí a mi oficina pensando en terminar este artículo, y responder sinceramente si el rock había o no muerto… pero en mi pensamiento y a manera de flashback vinieron irremediablemente recuerdos de aquellos días a finales de los cincuenta cuando mi hermana Julissa, mis cuates de la colonia y yo armamos nuestro propio grupo rocanrolero, llamado: “Los Spitfires”; y mi madre viendo que era un tormento que ensayáramos en casa, rentó un departamento en la Zona Rosa para que pudiéramos hacer ruido a gusto y sin testigos.

 

Éramos… ¡malísimos! y muy escandalosos;  los vecinos se comenzaron a quejar amargamente y no solo eso, sino que como el edificio en donde ensayábamos estaba a una lado de una funeraria, y cada vez que había velorio, no faltaba quien llegara hasta nuestra puerta para exigirnos silencio y respeto para los deudos, pues según dijeron los más airados quejosos, “nuestro ruido de copetones y rebecos” estaba como para levantar muertos.

 

La imagen algo cinematográfica y bastante “gore” de un zombie muy enojado persiguiendo a los espantadísimos “Spitfires” de mi banda, me provocó una sonora  y solitaria carcajada  y así  esa ataque de locura instantánea, pues ¡me puso de muy buen humor!

 

Y así llegué a mi oficina, y después de un café y una última  revisión a las páginas de información en la red descubrí que en estos últimos meses y a causa del confinamiento ¡la página más vista en Youtube era el sitio oficial de los Beatles! Y los conciertos más descargados del streaming eran los sitios dedicados a los épicos conciertos del rock clásico de todas las eras y décadas.


Aquello era un buen presagio, pero no bastaba para dar una buena conclusión a mi texto. Entonces, como si de una sincronización mágica se tratara, comencé a escuchar los ecos de tambores, platillos, guitarrazos, y los primeros acordes de un tema que de inmediato reconocí a través del estribillo  “Get back, get back the way you once belong”.

 

De repente, todo fue muy claro… mis rockeros vecinos ensayaban su propia versión de un tema icónico de Los Beatles y ni las anchas paredes de concreto del edificio, ni las varias décadas de edad que nos separaban podían acallar ese vínculo que nos unía a través del tiempo y la distancia.

 

El rock no es un género, ni una generación, no es un estilo de vida, sino un estado de vida… y como las olas del mar que van y vienen aunque la marea sea alta o baja, refleje al sol, la luna, las constelaciones, los nubarrones y una que otra estrella fugaz, el rock está allí desde la primera vez hasta la última vez que observas, te asombras y enamoras de este vasto e interminable océano musical.

 


 

El rock es por decirlo de alguna forma y con una analogía “contemporánea” un virus que desde joven se te mete en la sangre, en la mente y en el alma para contagiarte  para siempre, pues como ya lo he afirmado  muchas  veces, la juventud es una enfermedad que se adquiere por contacto, viaja por el aire a través de la música y es una locura que  no tiene cura.

 

Y de esta enfermedad, el virus del rock, aún no he logrado curarme, ni espero nunca jamás poder sanar.

 

Sí, el rey ha muerto, pero viva el rey. ¡Larga vida al rey… larga vida al rock¡

 

 

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